— ¡El alma es inmaterial! -decía uno.
—¡De ningún modo! -respondía el
otro-. La locura, el cloroformo, una sangría la transforman, y puesto que no
siempre piensa, no es en absoluto una sustancia exclusivamente pensante.
—Sin embargo -dice Pécuchet-
Hay en mí algo superior a mi cuerpo, y que a veces le contradice.
—¿Un ser en el ser? ¡El homo
duplex! ¡Vamos, Hombre! Tendencias diferentes revelan motivos opuestos. Eso
es todo.
—Pero ese algo, esta alma,
permanece idéntica aún con los cambios del exterior. ¡Por tanto, es simple,
indivisible y por ello espiritual!
—Si el alma fuera simple
-replicó Bouvard- el recién nacido recordaría, imaginaría como el adulto...
—¡No importa! -dijo Pécuchet-;
el alma está exenta de las cualidades de la materia.
—¿Admites la gravedad?
-prosiguió Bouvard-. Pues bien, si la materia puede caer, también puede pensar.
Como ha tenido un inicio, nuestra alma debe tener un fin, y como depende de los
órganos, desaparecerá con ellos.
—¡Yo sostengo que es inmortal!
Dios no puede querer...
—¿Y si Dios no existe?
—¿Cómo?...
(191)
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